Me temo que este artículo no me va a hacer ganar muchos amigos y mucho menos algún “like” ese concepto que parece presidir la vida de muchos. Esto último es seguro, porque no participo en ninguna red social. Es probable que yo sea del plan antiguo porque todavía leo libros en papel, compro de vez en cuando periódicos en el único quiosco que queda en mi barrio de los cinco que había y, además, no veo la televisión. Eso sí, soy un empedernidoviajero que ha estado en más de 80 países y visitado más de 50 veces alguna ciudad europea.
Pero esto que escribo no va de mí, sino de viajes que es de lo que suelo escribir –se acerca la Navidad y una nueva temporada de viajes– y, eso sí, de redes sociales que están convirtiendo al turista en un viajero enredado. Porque hasta no hace mucho, viajar suponía contemplar naturalezas puras y disfrutar de sus silencios, admirar monumentos centenarios y aprender su historia, charlar con las gentes de cada lugar y conocer sus pasiones y sus quejas, saborear los guisos locales y beber los vinos del terruño… Hubo un tiempo en que viajar era convivir, tener experiencias, forzar los cinco sentidos y alguno más para abarcarlo todo.
En ese tiempo, algunos se permitían tomar unas fotos para el recuerdo, los más osados hacer un video con el que aburrir a sus amigos a la vuelta y los más humildes comprar unas postales. En ese tiempo se viajaba antes, durante y después del viaje. Se preparada, se disfrutaba, se recordaba. El viaje era una religión personal, íntima y sincera.
Pero esos tiempos han pasado, hoy la palabra clave del viajero, la palabreja que muchos usan como excusa es: compartir. En realidad debería llamarse presumir. Y ello supone que el viaje se convierta en una sucesión de selfies que subir cuanto antes a Instagram, en una serie de comentarios insulsos que poner en los muros de Facebook o Twitter o hacer uno más largo y subirlo al blog de turno, o mandar algún texto a tus grupos de WhatsApp, o, los más persistentes manejarse entre la marea de redes sociales y “compartir” su viaje en Youtube, WeChat, Qzone, Tumblr, LinkedIn, Weibo, Snapchat, Baidu Tieba, Viber, Reddit, Line, Soundcloud, Badoo, Vine, Pinterest, YY, Flickr, Google+, Telegram, VK, Spotify, Slideshare, Taringa, Tagged… No hay tiempo para otra cosa en el viaje. Según Google, el 92% de los viajeros sienten el impulso de compartir sus experiencias en las Redes Sociales, o sea que no hay vuelta atrás. ¿O sí?
Algunos datos:
** Viena pide a sus visitantes que no hagan selfies en la ciudad
** Fuerteventura se ha dado de baja en Twitter y Facebook
** Al menos 259 personas han muerto entre 2011 y 2017 tratando de tomarse un selfie en situaciones extremas
** Como promedio se consulta el móvil unas 150 veces al día
** Los fundadores de las principales redes sociales prohíben los móviles a sus hijos
** La cadena española Meliá recibe unos 70 correos diarios pidiendo alojamiento gratis a cambio de fotos en Instagram
** Famosos como Lorenzo Silva o Alejandro Sanz, entre otros muchos, se han dado de baja de redes
** En España, un 45% declara haber abandonado alguna red social en 2017
** IKEA elimina su actividad en redes durante la Navidad para favorecer el contacto familiar
Hasta no hace mucho tiempo, lo malo de los móviles era su uso abusivo por algunos, sin respeto a los vecinos en trenes, restaurantes, reuniones, etc. Años después el asunto ha ido a peor, mucho peor. La proliferación de redes sociales y la dependencia de ellas, el WhatsApp y otros sistemas que facilitan la comunicación a través de los aparatos hace que millones de personas estén absolutamente secuestradas por sus móviles y que de alguna forma, el móvil haya sustituido a la educación.
Cada día vemos gente que lee o escribe en su aparato mientras se comparte, por ejemplo, un ascensor, ese pequeño espacio donde antes se intercambiaban apasionantes opiniones sobre el tiempo. No es raro interrumpir una conversación en persona para atender un mensaje. En los viajes de antes al llegar al hotel se preguntaba el horario del desayuno o si tenían gimnasio, y en los restaurantes se consultaba el menú y la carta de vinos; hoy lo primero es saber si hay wi-fi y la contraseña, leer los mensajes almacenados en la última media hora y enviar los correspondientes tuits. Y es más importante la foto de los platos que saborearlos. Por supuesto nada de hablar con los compañeros para saber sus gustos en la comida, lo urgente es chatear que se está en un buen restaurante en algún lugar del mundo y presumir… digo: compartir. El otro día vi un letrero en un bar de Chamberí que decía: “No tenemos wi-fi. Hablen entre ustedes. Es gratis”.
La incursión de los selfies y sus correspondientes palos hace más insufrible los viajes con un bosque casi impenetrable delante de los monumentos o paisajes, que poco parecen interesar a sus propietarios, para los que lo único importante es su careto un tanto deformado delante de ellos.
Redes narcisistas
Pero si la obsesión por las redes sociales o por el uso del móvil está enturbiando la convivencia educada. la fijación por los selfies comienza a ser preocupante. Algunos sociólogos ya hablan de la cultura ‘selfie’ para describir nuestra sociedad, cada vez más autocomplaciente y superficial, y donde la imagen parece haberse convertido en el valor principal del individuo. En realidad es una enfermedad, una pandemia que encuentra en las redes sociales el entorno ideal donde expandirse, también algún experto considera que cada día hay más personas que sienten que no valen nada si los demás no lo reconocen. Por eso muchos ahora se guían por el número de “likes” que tiene cualquier breve comentario o la foto que acaban de subir, eso les estimula y creen que así también hacen felices a sus miles de “followers”. Aunque con frecuencia el efecto es justo el contrario. La idílica localidad suiza de Bergün ha prohibido que los turistas saquen fotos de sus bellas casas y sus calles porque “se ha demostrado científicamente que observar hermosas fotografías de las vacaciones de amigos o familiares colgadas en las redes sociales puede hacer infeliz al espectador que no haya podido disfrutar de ese enclave”.
No es el único caso. La municipalidad de Viena ha lanzado una campaña publicitaria para captar visitantes pero pide que no se saquen selfies, aunque no ha llegado a prohibirlos. El lema es “Unhashtag Viena”, y el mensaje es “Vea Viena, no#Viena. Disfrute la ciudad más allá de sus fotos”. La idea, insólita, es desanimar a los visitantes de que carguen fotografías de la ciudad en Instagram. “Nosotros –dice Stella Rollig, directora de la galería Belvedere, en Viena, en la que exhibe el célebre cuadro El Beso, de Klimt– hemos decidido tomar parte en esta campaña porque como museo estamos en el centro de esta batalla entre la comunicación digital y el arte. Permitimos la fotografía en nuestros espacios y agradecemos las contribuciones en las redes sociales, pero pese a ello queremos mantener un entorno donde nuestros visitantes puedan disfrutar de las obras de arte en paz. Buscamos un equilibrio correcto en nuestro día a día”. En la sala de llegadas del aeropuerto de Viena, un gran cartel dice así: “Welcome to Vienna. Not #Vienna”. En nuestro entorno, Fuerteventura decidió en mayo, por mandato administrativo, dejar de usar en su promoción turística Facebook y Twitter. La web del Patronato de Turismo de Fuerteventura está sin actualizar desde hace meses.
Otros muchos lugares turísticos siguen la misma idea, por distintos motivos. La Torre Eiffel, el Museo del Prado o la Capilla Sixtina son algunos de los rincones en los que no se pueden hacer fotografías. ¿Los motivos? Por privacidad, derecho de autor o seguridad… La Torre Eiffel no permite el uso de la cámara de fotos cuando cae la noche. El motivo se debe a un problema de copyright, ya que no puede ser inmortalizado el show de luces instalado por el ingeniero y artista francés Pierre Bideu en 1985 y que, desde entonces, encandila a propios y extraños. El espectáculo, que se pone en marcha cada cinco minutos desde el atardecer hasta la 1 de la madrugada, está protegido por derechos de autor. Otra cosa es cómo se controla eso, pero su publicación en Instagram puede dar problemas a los autores. Otro de los rincones turísticos donde mejor no saques la cámara es en el interior del Museo del Prado. Según sus responsables, la medida se debe al intento de salvaguardar aún más la seguridad del recinto y evitar así aglomeraciones innecesarias en los cuadros con más visitas como Las Meninas de Velázquez, El jardín de las delicias de El Bosco o La carga de los mamelucos de Goya. La Capilla Sixtina es otro de los espacios de esta lista prohibidos a los amantes de la fotografía. En este caso, no se debe tanto al posible deterioro por la utilización de flashes, sino (una vez más) a un tema de copyright. Hay que remontarse a los años 80, cuando se promovió una campaña para recaudar fondos para su restauración. La cadena japonesa Nippon TV fue generosa con la causa, pero a cambio exigió los derechos en exclusiva de grabaciones y fotografías. Hasta hoy. Uno de los mayores monumentos al amor, el Taj Mahal, también es otro de los rincones más turísticos del planeta en cuyo interior las fotografías están prohibidas. Además, los turistas que visiten el mausoleo situado en Agra (India) también deben guardar silencio dentro. La Abadía de Westminster, los casinos de Las Vegas y cada vez más lugares prohíben los selfies y el usos de palos alargadores.
Fotos mortales
Se ha hablado bastante del peligro de estar pendiente de la pantalla mientras se camina o se conduce y de la cantidad de accidentes que ello está provocando (el último por un conductor de patinete que consultaba su móvil y arrolló y mató a una anciana). La pasión por hacerse la foto más espectacular y sorprender a sus seguidores está llevando a algunos a correr riesgos que en ocasiones son mortales. Al menos 259 personas han muerto entre 2011 y 2017 tratando de tomarse un selfie en situaciones extremas, según un estudio global de BBC News Mundo en 2018. Pero los casos van a más, mientras que en 2011 se registraron solo tres casos, esta cifra subió a 98 en 2016 y a 93 en 2017, casi dos muertos por semana. India, Rusia, Estados Unidos y Pakistán son los países donde más casos se han dado. Además muchos otros, especialmente accidentes de circulación o en las alturas, no son registrados como causados por hacerse un selfie. Un dramático vídeo que ha dado la vuelta al mundo es el de una joven portuguesa que cae al vacío en un rascacielos de Panamá, tratando de hacerse una foto asomada peligrosamente a la terraza.
Otros riesgos no tan graves son producto de la propia irresponsabilidad de sus autores. Un turista británico solicitó una indemnización de 2.806 euros contra TUI por una supuesta intoxicación alimentaria en el complejo de cinco estrellas Hotel Helena Park en Bulgaria. Tom Oakey denunció que la mala alimentación y la mala higiene del establecimiento le habían ocasionado tales diarreas y dolores abdominales, que no había podido salir de su habitación durante dos días y que tuvo que posponer un viaje en barco durante sus vacaciones. Su argumento perdió toda credibilidad cuando los investigadores del caso encontraron en Facebook fotos del joven, de 30 años, y de su novia bebiendo cócteles y cenando en restaurantes los días que, supuestamente, estaba enfermo. Incluso, la pareja había publicado mensajes positivos de su estancia en el país, con afirmaciones como: “Han sido dos semanas increíbles. Bulgaria, ha sido un placer”. En el perfil de su novia se encontraron fotos de la pareja disfrutando de un “crucero al atardecer”, el día siguiente de “haber estado enfermo”. La falsa denuncia les ha salido cara ya que el juez les ha condenado a pagar cerca de 10.100 euros a la división de TUI en concepto de gastos, y ha pedido a la policía que investigue si las acusaciones contra el hotel en cuestión constituían un delito que podía ser castigado con prisión. Desde 2016, las demandas por falsas intoxicaciones en hoteles se han disparado un 343%. Incluso, un portavoz de la Asociación Británica de Agencias de Viajes (ABTA) manifestó que estas reclamaciones han costado al sector turístico “millones de euros, además de perjudicar gravemente la reputación de todos los turistas británicos”.
Otro tipo de abusos son los fanáticos de Instagram que han subido a la categoría de ‘influencers’ que quieren viajar o comer gratis. Hace poco el conocido chef David Muñoz se lamentó de la última propuesta recibida: dar de comer gratis en Diverxo (tres estrellas Michelin) a un crítico gastronómico con 2.102 seguidores en Instagram. «¿Habría alguna posibilidad de que nos invitaseis a comer y a cambio os recomendamos?». En septiembre, el chef de un restaurante en Salamanca levantó la liebre sobre este fenómeno al criticar que una ‘influencer’ le pidiera 100 euros y una cena gratis para dos a cambio de promocionar su restaurante en Instagram y YouTube.
La cadenas española Meliá recibe entre 60 y 70 correos cada día, cuyo texto es más o menos así: «Hola, me llamo tal y tengo tantos miles de seguidores en Instagram. Me gustaría alojarme tantas noches en vuestro hotel y por eso os propongo una colaboración: promoción de vuestra marca en mis redes sociales a cambio de habitación gratis». Este tipo de propuestas se han convertido en una auténtica plaga en las grandes cadenas hoteleras españolas y también en los restaurantes y hoteles de lujo. “Nosotros –indican en Meliá– tras algunas experiencias, hemos llegado a la conclusión de que este tipo de colaboraciones o intercambios, como ellos les llaman, no nos dan ningún beneficio. Tenemos tal avalancha de correos que han llegado a ser una molestia».
Cansados de las redes
Aunque aún no son multitud, cada vez son más los que se declararan hartos de las redes sociales y se dan de baja, si es que estaban en ellas. En España, un 45% declara haber abandonado alguna red social en 2017 y un 72% de los que no son usuarios declara que no tiene intención de abrirse un perfil. Figuras conocidas como Lorenzo Silva, Belén Rueda, David Gistau, Lorenzo Caprile, Clara Sánchez, Alejandro Sanz, Lady Gaga, Alec Baldwin, Charlie Sheen y muchos más se han dado de baja en las redes sociales. Incluso los que más interés tienen en ellas, como Chad Hurley, fundador de YouTube y Paypal, que habla de la social media fatigue, como una de las tendencias en alza, Tim Cook, consejero delegado de Apple, que ha prohibido a sus familiares más jóvenes que estén en redes sociales, y especialmente Sean Parker, creador de Facebook quien hace poco declaraba que “las redes sociales nos están dañando el cerebro” y que éstas están diseñadas para “explotar la vulnerabilidad de la psicología humana”. Tampoco Mark Zuckerberg y Bill Gates hacen mucho uso de sus respectivas redes sociales y prohibieron a sus hijos tener teléfonos móviles hasta los 14 años.
La tecnología es considerada ya como una sustancia nociva para la salud o el equilibrio psíquico, comparable a las drogas o el alcohol, capaz de provocar efectos perjudiciales tanto en el plano individual como social, especialmente en niños y jóvenes que como promedio pasan cuatro horas diarias delante de pantallas, de ahí que la dependencia tecnológica haya sido incluida en el Plan Nacional de Adicciones por el Ministerio de Sanidad. En Francia han ido más lejos y se han prohibido los teléfonos móviles en los colegios. Los expertos son contundentes: nos separa de la familia, los amigos y nos quita horas de sueño.
España tiene el dudoso mérito de tener el porcentaje más alto de móviles por habitante de todo el mundo. Hay más de 50 millones de aparatitos circulando, varios millones más que habitantes, incluyendo ancianos y bebés. Millones de personas perdidas en una maraña de mensajes, correos electrónicos, me gustas de Facebook o Instagram y retuiteos varios. La estadística indica que se consulta la dichosa pantallita hasta 150 veces cada día, una vez cada cinco minutos, incluyendo el tiempo de comidas, trabajo, descanso en casa y hasta el momento de la ducha. Si se dedican solo dos minutos a leer y responder mensajes “trascendentales” o llamadas se llega a la conclusión de que el móvil ocupa cinco horas de nuestra vida, cada día. ¿Merece la pena, no hay nada mejor que hacer en ese tiempo?
En el mundo del turismo se han empezado a tomar medidas para que los aparatos electrónicos no invadan los espacios dedicados al descanso, el disfrute del viaje, la buena gastronomía… Se propone, en el fondo, practicar un «deporte de alto riesgo» que no consiste en escalar el monte más alto de la región o tirarse por una cascada salpicada de rocas. La auténtica actividad de riesgo pasa por vivir sin su dispositivo electrónico favorito como hacían antes de que se inventaran. Hoteles, restaurantes, agencias de viajes y medios de transporte apuestan por la desconexión durante el tiempo de vacaciones. Según has podido comprobar los buscadores jetcost.es o hotelscan.com cada vez más establecimientos proponen programas Detox o Unplugged Weekend que sugieren al cliente dejar su móvil en la caja fuerte y disfrutar con otras cosas. Algunos ejemplos: Barceló La Bobadilla, Vincci Hoteles, Barceló Sancti Petri o el Barceló Torre de Madrid, el último en incorporarse a la tendencia.
Para terminar, buenas noticias. Entre los muchos anuncios emotivos que rondan la Navidad, el de IKEA de este año es sin duda el mejor. Su juego navideño “Familiarizados” tiene más de 9,5 millones de visualizaciones en YouTube. Una apuesta por la familia y contra las redes sociales: “Esta Navidad desconecta para volver a conectar. En IKEA lo vamos a hacer eliminando toda nuestra actividad en redes sociales”. Este anuncio provocará una reflexión de una forma tan inteligente como emotiva.
Director de Open Comunica